Siempre he sostenido la tesis de que el papado de los siglos XX y XXI ha sido el mejor de la historia de la Iglesia, si salvamos los primeros papas del Cristianismo, muchos de los cuales pagaron su fe con el martirio, pero el siglo XX supuso un ejercicio de la magistratura papal plenamente dedicada a lo que era y es su dimensión religiosa, porque aunque la pérdida de los Estados Pontificios en el siglo XIX fue vista por muchos católicos como un gran drama, lo cierto es que la privación de la función papal como jefe de un estado con potencia política hizo que los sucesivos papas dedicaran su energía la actividad pastoral, y así comenzó la Iglesia un itinerario nuevo con una sucesión de papas que dejaron cada cual una huella indeleble que les acercaba a lo que la Iglesia realmente necesitaba en cada momento.
Así, León XIII inició un diálogo fecundo con el mundo del trabajo y con las nuevas formas políticas que se iban asentando en el mundo, propiciando la participación de los católicos en los procesos democráticos, antes rechazada, en tanto que su sucesor, Pío X, reformó la liturgia y propició el acercamiento de todos los fieles a la Eucaristía, antes restringida hasta el absurdo, mientras que Benedicto XV, lejos ya de compromisos políticos anteriores, mantuvo una exquisita neutralidad en la Primera Guerra Mundial en la que luchaban unas potencias católicas contra otras, y actuó como singular mediador para parar el conflicto o ayudar a las víctimas que este generaba, sin hacer distinción entre la procedencia nacional de unos heridos u otros.
“El siglo XX supuso un ejercicio de la magistratura papal plenamente dedicada a lo que era y es su dimensión religiosa”
Esta dedicación a la tarea puramente eclesial la mantuvo Pío XI, preocupado fundamentalmente por la acción misionera de la Iglesia más allá de las fronteras europeas y la renovación de un laicado al que dinamizó con el desarrollo de la Acción Católica, a la vez que ponía fin al conflicto con la Italia surgida tras la desaparición de los Estados Pontificios, propiciando la aparición de un estatuto jurídico para el Vaticano que, si ya le privaba de potencia militar o política, le dotaba de la suficiente autonomía y libertad para desarrollar su tarea estricta, la misma que permitió a Pío XII transitar sin doblegar su neutralidad por los terribles tiempos de la Segunda Guerra Mundial y promover acciones para el salvamento de miles de judíos perseguidos por el nazismo, como se ha constatado con la apertura a los investigadores de los archivos vaticanos de la época, desmintiendo así falsedades propaladas sobre este pontificado.
Y, tras la figura hierática y principesca de Pío XII, el primer Papa del que yo tengo recuerdo, llegó un hombre que lo iba a transformar todo, digo de Juan XXIII y de su arriesgada como genial convocatoria del Concilio Vaticano II, iniciando así un periodo de renovación de la Iglesia Católica que, por mucho que algunos intenten paralizar, no tiene vuelta atrás.
“Francisco heredó un pontificado muy complejo, porque era la primera vez que tendría que convivir con un Papa emérito desde el siglo XIII”
Tras el brevísimo periodo de Juan Pablo I, al Papa Francisco le tocó suceder a dos grandes figuras, de muy diverso talante y proyección, como Juan Pablo II a quien alguien bautizó como “huracán Wojtyla”, singular movilizador de masas y estrella fulgurante de los medios de comunicación, y después Benedicto XVI, insigne teólogo y profesor dotado de una magnífica vida interior. Francisco ni era un brillante teólogo ni tampoco tenía esa capacidad de mostrar el mundo una Iglesia triunfante que llenaba plazas, sino que heredó un pontificado muy complejo, porque era la primera vez que tendría que convivir con un Papa emérito desde el siglo XIII (Celestino V) y tendría que hacer frente a problemas que los dos pontificados anteriores habían dejado sin resolver, como la compleja situación financiera de la Iglesia, los episodios de abusos en determinados ámbitos eclesiales, la reforma de la Curia, la propuesta de una Iglesia más sinodal y menos vertical, o la progresiva presencia de la mujer en muchos espacios eclesiales, todo lo cual suscitaba recelos en no pocos ámbitos, lo que ha producido movimientos intraeclesiales que cuestionaban o dificultaban la labor del Pontífice, aunque con una sordina que a veces dificultaba que los fieles laicos supieran el grado de oposición que el Papa tenía dentro mismo de la Iglesia.
Francisco ha sido un gran reformador desde la discreción, un Papa cuya preocupación por los más débiles no era una pose mediática, sino fruto de una sensibilidad inherente a quien procedía de fuera de Europa, de un continente donde la pobreza y la exclusión están presentes en las esquinas de cada ciudad, con un lenguaje de una espontaneidad a veces sorprendente para quienes estábamos acostumbrados a la expresión siempre medida de los círculos vaticanos. Un Papa, en fin que, además de gestos y anécdotas chocantes, nos ha dejado una rica doctrina contenida en encíclicas cuya relectura se hace imprescindible y que contienen todo un proyecto de nuevo diálogo con la realidad que nos circunda: “Lumen fidei”, “Laudato sí” y “Fratelli tutti”. Un legado que, sin duda, marcará el trabajo de quien resulte elegido Papa. ¡Que Francisco disfrute ya de la eternidad prometida!