
Higinio Marín: «Intentar ser el autor de tu vida es un camino al despeñadero de la soledad»
3 de noviembre de 2022
- El filósofo y profesor protagoniza el segundo episodio del podcast sobre Doctrina Social de la Iglesia Luz del Mundo, producido por la ACdP
Depender de los otros no es un problema, sino una bendición: así lo plantea el profesor titular de antropología filosófica en la Universidad CEU Cardenal Herrera, Higinio Marín, en el segundo episodio de Luz del Mundo, el nuevo podcast sobre Doctrina Social de la Iglesia producido por la Asociación Católica de Propagandistas (ACdP) y el Instituto CEU de Humanidades Ángel Ayala, y conducido por la periodista Ana Campos.
–¿Hemos sido creados para algo?
–Bueno, esa pregunta ya supone una visión creyente, pero todos los hombres, creamos o no, vivimos en busca de sentido, como decía Viktor Frankl. Todos los seres humanos, salvo casos de psicopatía grave, estamos seguros de que nuestro lugar en el mundo consiste primariamente en cuidar de los nuestros, y todos los hombres de bien sabemos que ese mismo cuidado lo merecen también los demás, así como el propio mundo, que es nuestra custodia.
–Habla de algo que comparten ateos y creyentes, ¿qué aporta a esta visión la fe cristiana?
–Los cristianos encontramos en el mundo el mismo sentido que los demás, pero multiplicado y profundizado, porque creemos que es un designio del Creador, una voluntad explícita, personal y amorosa. Dios es una fiesta, y existir es ser un invitado. Dios es alguien ante cuya presencia el hombre rompe a cantar espontáneamente. Encontrar el sentido en el mundo es hallar retazos o reflejos de esta experiencia, y eso nos lo da nuestra relación con los demás, cuando la concebimos como un cuidado, como un estar a su servicio.
–¿Esta es la base de la Doctrina Social de la Iglesia?
–Sí, yo creo que toda la doctrina surge de la experiencia gozosa de saber que la vida es deuda, y que de esta deuda nace un deber agradecido: el de cuidar, el de hacer crecer y prosperar todo lo bueno que hay en el mundo. El hombre encuentra su secreto saliendo de sí mismo; está en nuestra naturaleza. Por eso, quien se cierra en sí mismo se dirige hacia su desgracia y su propia infelicidad.
–¿En qué consiste este «deber agradecido»?
–Ya los romanos entendían que la conciencia de existir es, simultáneamente, la experiencia de una deuda. Es decir, que la vida no nos la hemos dado nosotros mismos, sino primordialmente nuestros padres. Por eso, ellos consideraban los deberes propios de esta gratitud filial como una virtud, la pietas, que empezaba en la familia y luego se ampliaba a la patria. Por esto los cristianos hemos introducido la idea de piedad como vida interior: precisamente porque nuestra relación con Dios es como la de un hijo con su padre, que reconoce su existencia como deuda y deber.
–¿En qué se concreta este deber hacia Dios?
–En lo que decíamos antes: en cuidar. El cristianismo es una revelación, pero asume toda la sabiduría humana. Todos los hombres, incluso los depravados, cuidan a los propios: los mafiosos también cuidan a sus hijos. La culminación del cuidado llega cuando lo extendemos a los extraños; lo que en el mundo antiguo se conocía como hospitalidad. Es sabiduría humana, pero que en el cristianismo se eleva a camino de salvación.
–Plantear la vida como deuda es algo que a muchos hoy les sonará a chino.
–Es cierto; muchos de nuestros contemporáneos no asumen una antecedencia condicionante de su vida. Aspiran a ser autores en exclusividad de su existencia: disponer de su sexo, de su propia vida… pero cuidar nuestra propia condición implica no destruirla, porque no la tenemos completamente a nuestra disposición, hay un orden interno. ¿Por qué pensamos que los ecosistemas o las tribus del Amazonas tienen este orden, pero uno mismo no? Tú eres protagonista de tu vida, pero hay coguionistas, y queremos que haya muchos. Eso es enamorarse, no querer vivir una vida que no forme parte de la historia de la vida de otro. El intento de ser autor absoluto de la vida es un camino al despeñadero de la soledad… que es ciertamente el que emprenden muchos de nuestros contemporáneos de una manera entusiasta.
–La doctrina social de la Iglesia contempla el principio de participación, referido a lo que cada uno puede aportar a su sociedad. ¿Va ligado a lo que reflexiona sobre el cuidado?
–Claro. El hombre no es una pieza suelta, ni una alimaña. La persona no se realiza ni cumple su propio designio si no es a través de la preocupación responsable por el bien general. Es algo propio de todo hombre de bien, pero se intensifica en el cristiano. Mira, el hábito de pagar impuestos deriva del hábito de hacer ofrendas en el templo, y en la fundación de los estados modernos está el sentido de comunidad, llevado a una dinámica expansiva y generosa.
–Pero, ¿por qué tengo que aportar al bien de la sociedad, y no solo beneficiarme de sus ventajas?
–¡Nuestros padres dirían que por vergüenza torera! En realidad, por tu propio interés: nuestra propia realización depende de las contribuciones valiosas que hagamos a la prosperidad general. Los seres humanos alcanzamos nuestro destino cooperando con que los demás alcancen el suyo: el profesor con sus alumnos, el médico con sus pacientes, el periodista con sus lectores… La culminación y custodia responsable de lo que cae en nuestras manos implica nuestra propia realización.
–¿Qué ocurre si no lo hacemos así?
–Si cuidamos de los nuestros pero maltratamos a los otros, las bondades familiares se convierten en atavismo tribal, y entramos en guerra. La paz social depende precisamente de que seamos capaces de entender que el sentido de nuestra vida en el mundo es una encomienda. Nos ha sido encomendado el bien de muchos. Menor, fragmentario, pero de muchos. La dependencia forma parte de la experiencia feliz de la existencia.
–¿De qué forma está contemplado todo esto en la doctrina social de la Iglesia?
–Es su núcleo, un núcleo teoantropológico. O sea, su núcleo es Cristo, que es la viva expresión de que a Dios no le era indiferente la suerte de las sociedades humanas ni el clamor de los hombres, aunque esta no fuera la materia principal para la que Jesús había venido. Él vino a convertir los corazones, pero para hacerlos capaces de restaurar el orden en las sociedades y la historia de los hombres.