
El Padre Ayala: un maestro dando luz
20 de mayo de 2025
Entrevista con María Eugenia Gómez Sierra, en La Antorcha
Atrevido porque parece obsoleto, en tiempos de la transferencia del conocimiento, de Google y de la inteligencia artificial, hablar de maestros y más aún, si son del corte del que nos ocupa en estas páginas, D. Ángel Ayala, fundador de la Asociación Católica de Propagandistas, a quien se le puede aplicar con justicia, lo que el profesor Fernando Bárcena llama paternidad académica.
Para D. Ángel el fin superior de la educación y, por tanto, de la escuela, es la formación de jóvenes completos: intelectual, moral y religiosamente (Ayala, 1999, p. 45), hombres y mujeres libres, que desarrollen armónicamente todas sus dimensiones. Personas que alcanzan una unidad en torno a sí mismos, configurando un YO que los hace únicos y exclusivos.
El P. Ayala, profundamente realista, plantea la educación como un proceso de crecimiento personal y social que, necesariamente, debe ser acompañado desde fuera y desde dentro. Desde fuera, por un maestro y desde dentro, por EL MAESTRO. Se trata de un transcurso en el que se busca el bienestar de los alumnos y el desarrollo de una vida espiritual intensa para ellos (Ayala, 1999, p. 32).
Ayala, sabe bien que los hombres solamente somos capaces de amar aquello que se presenta amable (digno de respeto) y atractivo a nuestros ojos, por lo que considera el contexto educativo como un espacio “casi teologal”, en el que resplandece en el ejemplo encarnado del maestro la belleza de la realidad.
Esa es la causa de que afirme: “la educación consiste esencialmente en la formación del hombre tal cual debe ser, y cómo debe portarse en esta vida terrena para conseguir el fin sublime para el que fue creado”, distinguiendo que, en el orden de la excelencia, lo primero es la formación espiritual del alumno, mientras que, en el orden del tiempo, lo primero es su bienestar, que le permite reflexionar y aprender a descubrir el sentido profundo y oculto de las cosas que lo rodean.
¿Cuál es la razón de que el padre Ayala se preocupara tanto del bienestar de sus discípulos?
Para dar esta respuesta es necesario mirar con detenimiento la experiencia de su infancia y el desánimo que a él le produce su tiempo escolar. Su vivencia en una escuela que considera al niño como un adulto pequeño y lo somete a una disciplina severa e injustificada, lo lleva a decantarse por un cambio radical en los colegios, que solamente es posible, según afirma, si se cuenta con la alegría interna del educador, fruto, a la vez, de su profunda vida espiritual y de su competencia académica.
Aunque ciertamente, la razón última que le mueve a proponer cambios contra el sistema establecido es su dimensión más paternal, ejercida en la digna tarea de la enseñanza. D. Ángel se siente padre de los niños que han sido encomendados a su cuidado y busca siempre que ellos lleguen a ser hombres recios que hayan alcanzado la madurez personal para ser capaces de influir en el futuro en la vida social. Por eso, se preocupa, diariamente, por los que están a su cargo buscando siempre que crezcan de manera integral. Es consciente de que nada de eso es posible si la educación de su tiempo no da un giro radical sobre el sentido de la escuela y si, además, no se cuenta con verdaderos maestros. A este respecto, llega incluso a ser duro con la selección de los que pueden ser educadores y no se reprime al describir los rasgos que han de poseer y los que han de evitar, aconsejando, cuando sea necesario, su despido.
La lectura de su obra puede llevar a confusión cuando se leen párrafos como: “para enseñar a los jóvenes y aun a los hombres vale más el sacrificio con la ciencia necesaria que el saber sublime sin abnegación” (Ayala, 2009, p. 124), pero no podemos equivocarnos al interpretar sus palabras. Ayala busca siempre la coexistencia del saber y la virtud, porque está convencido que la mayoría de los internos aprenden y se motivan por el contagio personal.
Su fino humor le hace escribir que la escuela no puede confundirse con una fábrica donde se desarrolla el aspecto intelectual de la persona, sino como un hogar, donde el discípulo se sienta tan a gusto que no solamente no quiera marcharse, sino que sienta el deseo de crecer cada día más como persona, atraído por el ejemplo de vida de su maestro.
Esto se hizo realidad en su propia vida, pues fueron muchos los discípulos que al sentirse acogidos por él quisieron dar un paso más y formar en torno a él una verdadera comunidad educativa.
Está seguro de que la educación implica una colaboración plena por parte de los maestros, pero, además, sabe que debe partir de la confianza plena en los alumnos que el maestro demuestra día a día con el acompañamiento, la cercanía y el cariño.
Considera al profesor como una pieza clave para contagiar el entusiasmo y el deseo por la verdad, para lo que es necesario que el educador sienta pasión por la tarea que realiza y, además, conozca bien la meta a la que quiere llegar como formador y a la que quiere que lleguen los alumnos. Sin embargo, no es una persona cándida que considera que cualquiera puede ejercer esa noble tarea, sino que propone una serie de condiciones y cualidades para llegar a ser un educador las cuales vamos a recoger a continuación.
El padre Ayala, de una manera indirecta, incluso desenfadada, que no queda demasiado clara en sus escritos, diferencia cualidades humanas, pedagógicas y espirituales para un buen maestro. Curiosamente empieza por las espirituales, sin que se pueda decir que esa selección sea una manera de establecer una jerarquía entre ellas.
El educador no solamente debe tener un comportamiento correcto y unos hábitos buenos, sino que debe poseer una fuerte vida interior que le permita amar a los niños, incluso, cuando el trato con ellos no le sea fácil o resulte contrario a los planes de su trabajo.
Si en algo hace hincapié el autor del que hablamos es del maestro testigo y del reconocimiento de la tarea educativa como una vocación. El padre Ángel Ayala considera que el maestro debe poseer cualidades naturales y sobrenaturales para la fecunda tarea de formar a los niños. En su opinión, no todo el mundo sirve para educar a los jóvenes, solamente puede encargarse de esta noble tarea la persona que tiene un carácter cultivado, que le lleve a encarnar una vida madura desde la libertad y la responsabilidad. “Carácter, no es una cualidad peculiar del profesor; pero es condición sine qua non. Todas sus demás prendas, virtudes, pedagogía, ciencia, serán inútiles si no sabe guardar el orden. Sin orden, sin silencio, sin atención, ¿quién podrá enseñar? ¿Quién podrá aprender?” (Ayala, 2009, p. 122).
No da marcha atrás en ningún momento para defender el bienestar físico, pero su búsqueda más profunda se centra en el bienestar moral: “Prescindiendo de la condición más o menos expansiva del profesor y de su modo de explicar, acomodado a la edad de sus discípulos, ha de brotar el contento habitual de conjunto de la dirección pedagógica. Esta dirección pedagógica no exige, como a primera vista pudiera parecer, que estén en clase con la seriedad y silencio de los soldados en formación”.
Por último, podemos hablar de la amenidad como una condición necesaria para un profesor. “¡Que cosa más aburrida es una clase de latín, griego, matemáticas o geografía sin un poco de gracia en las explicaciones del profesor”! (…) Si el profesor es religioso, es posible que durante la comunión haya estado pidiendo luces para conseguir el aprovechamiento de los discípulos.
Y que ni una sola vez se le haya ocurrido que un modo de hacer provechosas las clases es saber espolvorearlas con unos granitos de gracia, para espabilar a los niños y sacarlos de la modorra de tanto concepto ácido y de tanta idea sustanciosa, pero sin sal”. Nuestro autor considera el humor y la gracia como una cualidad natural asociada a la vocación docente, porque cuando falta se produce un sufrimiento innecesario en el alumno y, en su criterio la consecuencia es que en el aula falta atención, alegría y aprovechamiento. Así dice: “si es que no tiene humor y gracejo, ¡Pobres muchachos! ¡Qué días les esperan!”.